Lou Andreas Salome: Ein Walzer für sie. Extraños
compromisos históricos.
Yo también me hubiera enamorado
de Nietzsche. Me hubiese encantado llamarlo
Federico, así, en castellano, pues en
esta lengua, que es la que yo mejor hablo, parece un nombre muy hermoso y muy
extraño. Me da esa sensación de que más
que el hombre, Federico, la palabra, sufre y prevalece, como si tuviera una
mirada tan larga que abarcara la Historia y entendiera la sombra sin arrancarse
los cabellos, sin que se desorbitaran los ojos. Intempestivo sí, loco sí,
propenso a la avalancha sí, pero sobreviviente. Lo llamaría Federico en las abundantes
cartas y diluvios, cartas profusas de
rito y puente. Porque me frustra un poco no tener una relación epistolar grave,
seria, comprometida; no sé qué pasa con estos chicos de mi edad y de mi tiempo,
que son todos novatos. Muy
probablemente, hubiese disfrutado de trazar con caligrafía especial su nombre, y si hubiese hecho eso, también
haría todas esas cosas que sólo se cuidan cuando algo nos significa la Tierra: “Federico mío: Nos encontraremos en Junio. Viajaré
a Italia”.
Lo hubiese llamado así al hablar de él con mis padres y con mis amigas: -Madre, Federico no ha mejorado-, -Madre, Federico y yo nos encontraremos en Austria- Y lo hubiese llamado así, quedo y a la manera del amor que se ahoga con la sospecha de la muerte, cuando estuviera al borde de la cama y lo mirase enfermo una y otra vez. Una y otra vez, tendría presente la palabra disentería y nunca por esa causa, habría llorado frente a él. Nunca. Después de llamarse Federico, después de mantener la cordura ante la muerte de los dioses, yo ya no hubiese podido llorar. Habría sido cobarde.
Lloraría, en cambio, si acaso ahogado en las hondas contradicciones que arrastran a los dementes y a los genios, en un arranque Wagner, me hubiese hecho sentir pequeña o rota. Habría llorado y con cada sollozo, él se sentiría idiota y derrotado. Federico, vir obscurissimus, eres un hombre simple e infame como somos todos.
Federico, lo llamaría así, en castellano, cuando fuese a encontrarlo a la provincia bohemia en el verano, cuando hubiese llegado a la casa de campo donde trabajaba y se restablecía de las insondables enfermedades de la guerra fugaz, la guerra con sus dioses muertos. Con esas largas secuelas de desesperanza para su cuerpo y sus libros.
Entrando al recibidor, le hubiese dado la mejor sonrisa de mis veintitantos y le haría una pregunta evocando cuestiones más o menos importantes pero tan íntimas y nuestras, que sólo Federico y yo hubiésemos sabido de qué se hablaba. Habría llevado todos mis vestidos, él estaba al tanto de que son las únicas prendas que permiten el vuelo y le llenaría la casa llena de flores porque es lo que yo hago en los lugares que se parecen a mi casa, establecer florales territorios, elemento básico de colonización.
Hubiésemos tenido largas risas analizando mi vago sistema moral y en cada visita, Federico guardaría nombres secretos para mí, nombres griegos, y sólo porque nos habría gustado la hermenéutica de la sospecha, compartiríamos la tarde, el vino y las metáforas.
Hubiese velado su languidez para verle escribir y yo, yo no habría escrito nada, hubiese seguido tocando el piano, pensaría con nostalgia en alguien del pasado, algunos nacen de manera póstuma.
Tuya, Aguamala o medusa.
Los clics son por aquí: Anaïs Nin, on Lou Andreas-Salomé,
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